Costa Rica

Democracia costarricense: menos espectáculo, más ciudadanía

Democracias

Entre el ruido populista y el desgaste de la educación, la salud y la seguridad, el reto es recuperar la ética pública y el compromiso cívico.

La democracia costarricense fue, por décadas, un punto de referencia regional: paz sin ejército, elecciones competitivas, instituciones respetadas y una promesa de movilidad social sostenida por derechos universales. Ese pacto, hecho de aulas abiertas, hospitales funcionando y un Estado de derecho con contrapesos, dio sentido a nuestra idea de futuro compartido. Hoy, sin embargo, ese horizonte luce empañado por un clima de polarización, cinismo y desconfianza. No es nostalgia lo que me mueve, sino la constatación de que, si los pilares sociales se debilitan y las reglas del juego se trivializan, el voto se vacía de contenido.

El populismo ha capitalizado frustraciones reales. Se presenta como “voz del pueblo”, pero opera desde la lógica del salvador único: reduce la política a espectáculo, señala culpables al gusto del momento y convierte la crítica en traición. El resultado es predecible: se menosprecia a la prensa independiente, se hostiga al disenso y se caricaturizan los contrapesos institucionales como obstáculos. En ese terreno, la conversación pública se degrada: más insulto que argumento, más meme que evidencia. Y cuando el ruido sustituye al debate, la ciudadanía pierde su brújula.

Conviene recordar que la estabilidad democrática no fue producto de un gesto heroico, sino de una arquitectura social deliberada. La educación pública, la salud solidaria y la seguridad ciudadana son más que políticas: son las condiciones materiales de la libertad. Si fallan, se deteriora la confianza entre vecinos y hacia el Estado; si faltan, el ciudadano deja de sentirse sujeto de derechos y deberes para convertirse en espectador irritado. Por eso preocupa el desgaste simultáneo de esos pilares: escuelas con brechas que se ensanchan, servicios de salud tensados al límite y comunidades que conviven con la inseguridad como paisaje. La democracia se asfixia cuando la vida cotidiana deja de ser vivible.

El populismo se alimenta de ese malestar y, a la vez, lo agrava. Promete soluciones instantáneas a problemas complejos: “mano dura” sin reforma integral, “eficiencia” sin transparencia, “ahorro” sin evaluación de impacto. Mientras tanto, se siembra desconfianza hacia maestros, médicos o policías, y se desfinancia lo que debería fortalecer la cohesión social. No se reforma para mejorar; se erosiona para dominar. Esa ruta es cómoda para el poder, pero devastadora para la república: instituciones más frágiles, ciudadanía más cínica, comunidades más divididas.

Necesitamos, con urgencia, cambiar el foco: de la política entendida como espectáculo a la ciudadanía como práctica diaria. Informarse antes que compartir consignas. Debatir con respeto antes que humillar al adversario. Exigir cuentas con datos, no con linchamientos digitales. La responsabilidad no es solo de quienes gobiernan; también de quienes habitamos el espacio público. La ética que pedimos afuera debe vivirse adentro: en la fila del Ebáis, en la escuela de nuestros hijos, en la comunidad que compartimos. Sin integridad cotidiana no habrá política limpia posible.

También urge recomponer la legitimidad de la crítica. Defender la prensa, el Poder Judicial y el Legislativo no es un acto de fe, sino de prudencia republicana. Los contrapesos incomodan, sí, pero sin ellos la democracia se convierte en un trámite. La pluralidad de voces, por más molestas que resulten, es el recordatorio de que el poder pertenece a todos y a nadie a la vez. Descalificar al que piensa distinto puede dar aplausos momentáneos; nunca soluciones duraderas.

¿Qué hacer, entonces? Volver a lo esencial. Blindar la educación pública con inversión, evaluación y ciudadanía en el currículo. Sanear la salud con gestión basada en evidencia y combate frontal a la opacidad. En seguridad, políticas integrales que unan prevención social, inteligencia policial y coordinación institucional. Y, transversalmente, transparencia activa: presupuestos abiertos, compras públicas trazables, metas verificables y rendición de cuentas periódica. La democracia no requiere magia, requiere método.

Pero ninguna reforma sustituye el compromiso cívico. Participar en la junta escolar, vigilar al concejo municipal, abordar problemas barriales con soluciones comunes: esos gestos discretos son los que sostienen un país. Cuando la comunidad se reconoce en un proyecto compartido, el populismo pierde su combustible y el insulto su público. La paz social, ese intangible que por años nos distinguió no se decreta; se cultiva con respeto, escucha y reglas claras.

Invito a una reflexión simple y exigente: ¿qué estoy dispuesto a hacer hoy, no mañana, para que la democracia vuelva a significar libertad con responsabilidad y derechos con deberes? La salida no vendrá de un mesías ni de una ley milagrosa. Vendrá de una ciudadanía que recupera su voz sin gritar, su fuerza sin violentar y su esperanza sin ingenuidad. Menos espectáculo, más ciudadanía. Ese es el camino para quitar el óxido que hoy opaca nuestro espejo democrático y devolverle su brillo a la Costa Rica que queremos legar.

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