Costa Rica

De armas a lápices: Costa Rica y la inversión social que beneficia a todos

INVERSIÓN SOCIAL

A las siete de la mañana, en un aula de primaria de Guanacaste, un grupo de niños inicia clases con libros gratuitos y un desayuno escolar. Horas después, en una clínica local, una enfermera del EBAIS (Equipos Básicos de Atención Integral en Salud) realiza chequeos de rutina a adultos mayores, asegurándose de que reciban sus medicamentos sin costo. Estas escenas cotidianas son fruto de décadas de inversión social: una apuesta del Estado costarricense por canalizar recursos públicos a educación, salud, vivienda y bienestar comunitario. Esta filosofía de desarrollo  que algunos críticos desestiman equivocadamente como simple “regalar cosas”, ha sido en realidad el motor silencioso del progreso del país, elevando la calidad de vida de su población y fortaleciendo la economía y la cohesión social.

¿Qué es la inversión social y por qué no es caridad?

En términos sencillos, inversión social es el uso de los recursos del Estado (y a veces de empresas u ONG) para financiar programas y servicios que mejoran el bienestar de las personas. Incluye escuelas y universidades públicas, clínicas y hospitales de la seguridad social, redes de agua potable y electricidad rural, subsidios para familias vulnerables, viviendas de interés social, centros de cuido infantil y más. A diferencia de la caridad ocasional, la inversión social se concibe como una política sostenida que moviliza recursos humanos, materiales y financieros para iniciativas que generan impacto positivo en las comunidades. La idea no es dar dádivas sin rumbo, sino desarrollar capacidades: educar a la niñez, cuidar la salud de la población, aliviar la pobreza y construir infraestructura que sirva a todos. Por eso en Costa Rica suele decirse que el gasto social no es gasto, es una inversión en el futuro.

Los resultados respaldan este enfoque. En la década de 1940, Costa Rica, entonces un país agrario con altos índices de analfabetismo y poca cobertura médica,  tomó la decisión fundacional de apostar por la gente. En 1941 creó la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) para brindar salud y pensiones a los trabajadores, y en 1948, tras una breve guerra civil, dio un paso todavía más audaz: abolió el ejército para redirigir esos fondos a las escuelas y los hospitales. Aquella célebre medida, en palabras del historiador Edgar Cardona, “cambió las armas por lápices y cuadernos”, permitiendo destinar más presupuesto a la alfabetización y la cobertura educativa. El impacto fue notable: la abolición militar de 1948 permitió triplicar la cobertura educativa y sanitaria del país e impulsar el crecimiento económico.

En los 25 años posteriores a la eliminación del ejército, Costa Rica multiplicó por cinco su inversión social, pasó de representar apenas 2,6% del PIB en 1948 a un 13,4% a mediados de los años 1970 y con ello logró avances extraordinarios. La cantidad de escuelas públicas se triplicó (alcanzando 2.610 escuelas en 1974) y la matrícula escolar creció en todo el país. La cobertura de salud también se amplió drásticamente, al punto que para 1974 dos tercios de la población ya estaba protegida por algún seguro social, tres veces más que antes. Este salto educativo y sanitario se tradujo en un aumento acelerado del bienestar: hoy Costa Rica presume indicadores de desarrollo humano (esperanza de vida, alfabetización, acceso a servicios básicos) por encima del promedio latinoamericano. Incluso la economía nacional pareció beneficiarse de tener una población más saludable y educada. Los estudios muestran que la tasa de crecimiento del PIB casi se duplicó en la segunda mitad del siglo XX, coincidiendo con la expansión de la inversión social tras 1948. En resumen, lejos de frenar el desarrollo, esta estrategia lo apalancó: invertir en capital humano y social sentó las bases para un crecimiento económico más robusto y sostenible a largo plazo.

Escuelas, clínicas y hogares: programas sociales en acción

Estudiantes de segundo grado en una escuela pública rural de Guanacaste. La educación básica universal y gratuita ha sido pilar de la inversión social costarricense desde el siglo XIX, logrando tasas de alfabetización cercanas al 98% en la actualidad.

La educación pública ha sido históricamente el orgullo de Costa Rica. Desde 1869 la educación primaria es gratuita y obligatoria por mandato constitucional, y en la práctica el Estado financia también la secundaria y buena parte de la educación universitaria. Cada año, una porción sustancial del presupuesto nacional se destina a las aulas: por ley debería ser al menos un 8% del PIB para la educación básica, reflejando la importancia que el país le concede a este sector. Aunque en años recientes la asignación ha caído por debajo de esa meta (rondando 5,7% en 2023 debido a recortes fiscales), Costa Rica sigue invirtiendo más en educación (como proporción de su economía) que muchos países de la región.

¿Qué obtiene a cambio? Un pueblo altamente alfabetizado, con amplia cobertura escolar incluso en zonas rurales, y cientos de miles de bachilleres y profesionales formados por colegios técnicos y universidades estatales. Este esfuerzo educativo ha alimentado la movilidad social y el crecimiento de una clase media sólida. No es casualidad que empresas multinacionales tecnológicas eligieran a Costa Rica para establecer operaciones: la disponibilidad de talento humano bien preparado, ingenieros, técnicos, personal bilingüe, es fruto directo de las aulas públicas. En las últimas décadas, además, programas específicos han buscado cerrar brechas: desde becas de transporte y alimentación para estudiantes de escasos recursos, hasta el programa Avancemos, que otorga una ayuda económica mensual a adolescentes de familias pobres para evitar la deserción escolar. Solo en la región caribeña, Avancemos apoyó a 17.894 familias con hijos en secundaria, invirtiendo ₡4.900 millones de colones en ocho meses de 2019; a nivel nacional, son decenas de miles de jóvenes que han podido terminar el colegio gracias a esta iniciativa. Estas no son dádivas sin retorno: cada joven que culmina sus estudios secundarios tendrá más oportunidades de empleo y mayores ingresos en el futuro, contribuyendo a la economía del país y reduciendo la probabilidad de caer en pobreza. La educación pública costarricense, en síntesis, ejemplifica cómo la inversión social genera un círculo virtuoso de desarrollo humano y prosperidad compartida.

Consultorio de un EBAIS, la clínica comunitaria básica de la Caja Costarricense de Seguro Social. El modelo de atención primaria en salud lleva servicios médicos y prevención a todos los rincones del país como parte de la inversión social en salud.

La salud es el otro gran pilar. La CCSS, fundada en 1941, evolucionó de cubrir solo a trabajadores urbanos a convertirse en un sistema de salud universal que atiende a toda la población, ya sea como asegurados directos o beneficiarios. Con sus clínicas locales (EBAIS) y hospitales regionales, la Caja garantiza desde vacunas infantiles hasta cirugías complejas, financiada mediante aportes de trabajadores, patronos y el Estado. Esto significa que un campesino en un pueblo remoto tiene acceso a consultas médicas, control prenatal o medicamentos crónicos sin tener que pagar en el momento del servicio. La atención primaria, reforzada en los años 1990 con la expansión de los EBAIS, ha sido clave para que Costa Rica alcance indicadores sanitarios comparables a países desarrollados, por ejemplo una esperanza de vida de las más altas de América Latina. Además, la inversión en salud preventiva ahorra costos a largo plazo (al evitar enfermedades avanzadas) y mantiene a la población apta para trabajar. Durante la pandemia de COVID-19, el robusto sistema de salud pública costarricense permitió una campaña masiva de vacunación y atención de enfermos que contuvo el impacto sanitario. Nuevamente, no se trató de “regalar salud” sino de proteger el recurso más valioso de la nación: su gente.

La inversión social abarca también programas de bienestar y lucha contra la pobreza. Desde 1974 funciona el Fondo de Desarrollo Social y Asignaciones Familiares (Fodesaf), nutrido con contribuciones especiales, para financiar ayudas a las poblaciones vulnerables. Bajo el paraguas de instituciones como el Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS) se canalizan múltiples subsidios: pensiones para ancianos en extrema pobreza, ayudas para personas con discapacidad, transferencias monetarias condicionadas (como Avancemos ya mencionado, o Creciendo para estudiantes de primaria), y asistencia temporal a familias que atraviesan crisis de desempleo. Lejos de fomentar la pereza, estos apoyos buscan “garantizar las necesidades básicas de las personas en situación de vulnerabilidad y brindar oportunidades para que puedan alcanzar una mejor calidad de vida”, explicó Juan Luis Bermúdez, exministro de Desarrollo Humano, durante una gira en Limón. En esa provincia caribeña, golpeada por el desempleo tras cambios en las actividades portuarias, el Estado llegó a invertir casi ₡42,6 millones de colones diarios en 2019 en ayudas sociales. Con ese dinero, más de 40.000 familias limonenses pudieron cubrir necesidades básicas, alimentar a sus hijos y mantenerlos en las aulas.

Importante destacar que muchos programas no se limitan a transferir dinero: combinan ayuda económica con responsabilidades o capacitaciones. Un ejemplo es el Cuido y Desarrollo Infantil, que subsidia el costo de guardería para hijos de padres de bajos ingresos mientras estos trabajan, estudian o se capacitan, permitiéndoles salir adelante. De este modo, la asistencia social empodera a las familias para que mejoren su situación por sus propios medios en el futuro. Otro ejemplo es el Bono de Vivienda, un subsidio estatal por única vez que ayuda a familias de escasos recursos a construir o comprar una casa propia. Más de 450.000 hogares han sido beneficiados con este programa en las últimas décadas, transformando precarios asentamientos en comunidades de propietarios. Tener un techo digno se correlaciona con mejor salud, mejor desempeño educativo de los niños y mayor estabilidad familiar, todos factores que reducen costos sociales a la larga. Así, cada colón invertido en vivienda social genera un retorno en forma de entornos más seguros y saludables.

Desarrollo humano, cohesión social y economía: el retorno para toda la sociedad

La inversión social beneficia a toda la población, no solo a quienes reciben directamente una beca o un bono. En Costa Rica se considera que estos programas construyen un piso mínimo de bienestar del cual depende la estabilidad y la paz social. Los resultados han sido palpables: por décadas, el país tuvo la menor conflictividad de Centroamérica, con altos niveles de integración y movilidad social comparativa. Políticas como la educación pública universal o la salud para todos contribuyeron a que Costa Rica evitara los extremismos políticos y guerras internas que azotaron a sus vecinos en el siglo XX. Una sociedad más equitativa y con oportunidades para todos tiende a ser más cohesionada y pacífica, lo cual beneficia al inversionista extranjero tanto como al obrero local. De hecho, los analistas señalan que el “milagro costarricense” haber sostenido una democracia estable y un desarrollo humano alto en medio de una región convulsa, se explica en buena medida por la robusta inversión social que caracterizó al país en el siglo XX, la cual permitió mejorar las condiciones de vida de la población y repartió más equitativamente los beneficios del desarrollo.

Este contrato social implícito también apuntaló la economía. Personas más sanas y educadas forman una fuerza laboral más productiva. Comunidades con electricidad, agua potable y caminos pueden integrarse al mercado y al turismo. Familias con un apoyo temporal evitan caer en la miseria y pueden consumir bienes básicos, lo que sostiene la demanda interna. Los números respaldan esta lógica: por ejemplo, las transferencias del Estado lograron reducir la tasa de pobreza nacional en 2,5 puntos porcentuales en 2024, sin ellas, se estima que el 23% de las familias estarían en pobreza, pero gracias a los subsidios la incidencia real fue del 20,5%. En el caso de la pobreza extrema, el efecto es aún más dramático: la ayuda estatal la redujo de un hipotético 10,5% de hogares a un 5,9%, literalmente sacando a miles de familias de la indigencia. Estas familias, a su vez, pueden integrarse mejor a la economía formal y educar a sus hijos, rompiendo ciclos de exclusión.

Por supuesto, la inversión social no está exenta de debate. Requiere financiamiento sostenido vía impuestos y cotizaciones, lo que a veces choca con políticas de austeridad fiscal. En años recientes, Costa Rica enfrentó déficits presupuestarios que llevaron a recortes en algunas áreas sociales. El gasto público social (como porcentaje del PIB) cayó de 24,2% en 2020 a aproximadamente 21% en 2022, y el presupuesto 2023 destinado a inversión social bajó por primera vez en la década por debajo del 10% del PIB. Esta contracción, resultado de la “cruzada” por reducir la deuda fiscal, encendió alarmas sobre una posible “deuda social”: expertos advierten que la disminución en recursos para educación, salud, vivienda y protección social ya se refleja en un aumento de la desigualdad. El más reciente Informe Estado de la Nación señaló que en 2022-2023 el país se alejó de la aspiración de una sociedad más equitativa e integrada, perdiendo parte de los logros distributivos del siglo XX. Economistas de la Universidad Nacional han subrayado que una baja inversión social golpea la calidad educativa, la salud y la seguridad social, mermando la capacidad del país para crecer económicamente. Es conocido, añaden, que recortar estos rubros afecta el empleo, la productividad e incluso la atracción de inversión extranjera, además de agravar la desigualdad. En otras palabras, la sociedad paga un costo alto cuando se escatima en inversión social, y ese costo eventualmente se refleja en menos crecimiento y más conflictos.

Lecciones de la historia costarricense confirman que lo contrario también es cierto: invertir en la gente rinde frutos para todos. Los setenta años sin ejército ahorraron recursos que se reorientaron a sectores productivos y sociales, dando a Costa Rica “mucho más réditos que una imagen internacional de pacifismo”, concluye un estudio de la Universidad de Costa Rica. Gracias a esa visión, el país consolidó una ciudadanía educada y saludable que ha sido base de su desarrollo. Lejos de tratarse de “regalar cosas”, la inversión social ha significado construir un pacto de progreso compartido: el Estado garantiza oportunidades y mínimos dignos, y los ciudadanos, empoderados por la educación y la salud, contribuyen al crecimiento y la estabilidad del país. Es un círculo virtuoso que, aunque enfrenta desafíos en la actualidad, sigue siendo un rasgo distintivo de la Costa Rica moderna.

En un mundo donde a veces impera la idea de que “cada quien se rasque con sus uñas”, la experiencia costarricense ofrece un poderoso contrapunto. La inversión social no es caridad, es estrategia. Como lo demuestra Costa Rica, invertir en desarrollo humano y cohesión social no solo eleva la calidad de vida de los más vulnerables, sino que beneficia a toda la nación en forma de paz social, democracia sólida y una economía más próspera y sostenible. Las cifras y la historia desmienten el mito: lejos de ser un despilfarro o un simple regalar cosas, la inversión social es quizá el mejor negocio que un país puede hacer con miras a su futuro.