Costa Rica ha recorrido una década intensa, contradictoria y, por momentos, desgastante. A veces pareciera que pasaron veinte años desde que celebrábamos el matrimonio igualitario o cuando la red eléctrica 100% renovable nos ponía en la cima del mundo ambiental. Hoy, miramos atrás con una mezcla de orgullo, rabia y cansancio. El país sigue en pie, pero no sin magulladuras. La democracia, ese viejo bastión al que tanto le debemos se ha tambaleado más de una vez.
Estamos viviendo una Costa Rica distinta, más desconfiada, más crispada, más polarizada. Y, sin embargo, seguimos siendo nosotros. Aquí seguimos.
Entre esperanzas y desilusiones (2015–2020)
Hace diez años, todavía teníamos razones para presumir. Aquel país pequeño, sin ejército, seguía figurando en rankings globales de democracia y sostenibilidad. Con Luis Guillermo Solís primero, y Carlos Alvarado después, rompimos con el viejo bipartidismo y ensayamos algo nuevo. Fue una época que combinó ambición ética con políticas progresistas. En 2020, fuimos los primeros en Centroamérica en legalizar el matrimonio igualitario. Nos miraban con admiración desde fuera, aunque por dentro empezaban a asomar las grietas.
Porque también estaban el Cementazo y Cochinilla, la deuda disparada, el déficit fiscal fuera de control, y una desigualdad terca que no cedía. Nos ilusionamos con el cambio y luego nos frustramos. Y justo cuando parecía que no podíamos con más, llegó la pandemia. Golpeó durísimo. Turismo paralizado, desempleo al alza, un “apagón educativo” como no habíamos visto en generaciones. Y aunque salimos adelante con vacunas y sin colapsar hospitales, el precio emocional y económico fue altísimo. Para 2021, la palabra que más usábamos era “hartazgo”.
Fue en ese contexto que muchos dejaron de creer. En los partidos, en las instituciones, en las promesas.
La llegada de Rodrigo Chaves y el giro populista
En 2022, Rodrigo Chaves, un desconocido para muchos, pero con currículum internacional, se metió en la presidencia. Decía que venía a poner la casa en orden. Y claro, eso sonaba bien. Prometía barrer con la corrupción, hablar sin pelos en la lengua y hacer lo que nadie se había atrevido. Ganó con poco apoyo legislativo, pero con un enorme capital simbólico: el de los indignados, los que ya no confiaban en nadie.
Al principio, mucha gente se sintió aliviada. Teníamos a alguien que decía lo que otros no. Pero pronto su estilo confrontativo, casi agresivo, empezó a levantar cejas. Lo vimos insultar periodistas, despreciar universidades, arremeter contra jueces y fiscalía. Gobernando más con el micrófono que con el diálogo. Se le notaba cómodo en la pelea, incómodo en la negociación. Y cada vez que alguien lo cuestionaba, respondía con más fuerza, acusando de traidores, golpistas, cómplices del desastre.
Su popularidad aguantó más de lo que muchos esperaban, alimentada por el enojo acumulado. Pero no tardamos en preguntarnos si no estábamos cambiando estabilidad por incertidumbre.
Inseguridad en alza: del oasis a la zozobra
La violencia que estamos viviendo en 2025 habría sido impensable diez años atrás. En los últimos tres años, los tiroteos, las ejecuciones ligadas al narco y el uso de armas de guerra nos hicieron perder algo más que seguridad: nos robaron la tranquilidad.
Este año, si la tendencia sigue, podríamos cerrar con más de 900 homicidios. Es un número brutal para un país que siempre se sintió seguro. El crimen organizado se metió en barrios, puertos, ciudades. La policía está sobrepasada. Y aunque el gobierno lanzó medidas de emergencia, nombró a viejos conocidos y hasta anunció una megacárcel estilo Bukele, la verdad es que seguimos sintiendo que la delincuencia va dos pasos adelante.
La línea entre mano dura y autoritarismo es delgada. Y algunos empiezan a preguntarse si estamos cruzando peligrosamente esa frontera.
Educación y salud: pilares que tambalean
Si hay dos cosas que nos han dado orgullo nacional son la educación y la salud pública. Hoy, ambas están golpeadas.
La educación pública, especialmente tras la pandemia, entró en una espiral de crisis. Peores resultados, menos inversión, más ataques. Chaves ha cuestionado hasta el mandato constitucional del 8% del PIB, tachándolo de insostenible. Las universidades han sido blanco constante de su retórica, y muchos sentimos que la confrontación ha sido más política que técnica. Las marchas estudiantiles de 2023 fueron una alerta: algo muy profundo se estaba quebrando.
En salud, la situación no es muy diferente. La Caja Costarricense de Seguro Social está en la mira del gobierno. Se habla de reformas, de quiebras, de “rescates”. Pero el tono ha sido de choque más que de colaboración. Hay temor, legítimo, de que se esté abriendo la puerta a privatizaciones encubiertas o al debilitamiento de uno de los logros históricos del país.
Cuando atacamos lo que funciona, aunque esté lejos de ser perfecto corremos el riesgo de perder lo que nos hace diferentes.
Democracia tensionada, pero viva
La democracia costarricense respira, pero no sin dificultad. La confrontación institucional es casi constante. El presidente ha atacado a la prensa, a los jueces, a los partidos y a todo aquel que le ponga freno. Incluso ha hablado de golpes de Estado judiciales cuando se le investiga. Esa narrativa de “yo o el caos” es peligrosa. Porque convierte a la crítica en traición y al disenso en conspiración.
Pero todavía hay frenos. La Sala Constitucional ha frenado varios abusos. El Tribunal Supremo de Elecciones sigue siendo un baluarte. La gente se sigue movilizando. Las universidades, los sindicatos, las organizaciones sociales resisten. Y eso es una señal de salud democrática.
Las elecciones de 2026 marcarán el rumbo. Chaves no puede reelegirse, pero su legado sí puede influir. Lo que está en juego es mucho más que una administración. Es el tipo de país que queremos ser.
¿Qué sigue?
Los próximos meses serán claves. Costa Rica ha demostrado que sabe reinventarse, que tiene reservas de civismo y compromiso que brotan en los momentos difíciles. Pero no podemos confiarnos. La democracia no es un mueble que se hereda; es una construcción diaria. Y cuando el discurso de mano dura empieza a sonar más seductor que el del diálogo, es momento de hacer una pausa y repensar hacia dónde vamos.
Aún estamos a tiempo de corregir. Aún podemos fortalecernos desde la crítica, no desde el miedo. Si algo hemos aprendido en estos diez años, es que las soluciones duraderas no vienen de un mesías, sino de instituciones firmes y ciudadanía vigilante.
Hoy, más que nunca, cuidar lo que nos une por encima de lo que nos divide, es un acto patriótico.